miércoles, 23 de mayo de 2012

Subir al techo


2009


Primero subía yo. El venía dos escalones más abajo pero, como era más alto, sus manos se tomaban casi del mismo punto del listón de madera que las mías.
Las escaleras de albañil son difíciles en el ascenso. Uno no sabe qué hacer con la rodilla mientras el pié sube tanteando el próximo escalón. Hay que torcer la pierna hacia el costado para que no tropiece.
Mi padre y yo repetíamos esa maniobra cada vez que subíamos al techo, algunas mañanas de sábado.
Justo a la altura del anteúltimo escalón, allí donde la escalera se vuelve angosta, él me tomaba de la cintura. Soltate, me decía. Yo ayudaba en el salto plegando las piernas y ya estaba arriba.
Allí había otro viento. Otro olor. Otra geografía. Inevitablemente la aparición mágica de una pelota o un barrilete caídos y olvidados.
Pisábamos sobre los bordes encimados de las chapas; los pies quedaban presos de aquella geometría de brea. Los ojos, en cambio, se extraviaban en todas direcciones.
Desde allí, los árboles altísimos eran matas; el enorme campanario de la iglesia cabía en mi mano; había brotado un bosque de antenas sobre las casas y nos rodeaba un mar de techos y un laberinto de calles que hubiera podido cruzar sólo de un salto.
La travesía de diez escalones de aquellos sábados era suficiente para comprobar que mi barrio guardaba, en el mapa de sus pocas cuadras, un secreto de horizonte interminable y un doblez del que quizás, estarían hechas todas las cosas.

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