2005
“…el
espacio se mide por el tiempo y las navegaciones eran azarosas”
J. L. Borges
Ocho
kilómetros antes de la entrada al pueblo, el camino de tierra tenía una última
curva en ángulo casi recto hacia la izquierda.
A
esa altura del viaje, la felicidad era un aleteo insoportable entre el estómago
y la garganta. Faltaban apenas ocho kilómetros hasta la parada de ómnibus donde
ya nos estarían esperando los taxis: cinco o seis carros de dos ruedas tirados
por un caballo.
Bajábamos
del micro cansados de viajar durante toda la noche, entumecidos, sucios de
tierra. Nos acariciaba de repente el olor húmedo del mar que, desde allí, era
apenas una cinta azul al final de la calle.
La
vereda a nuestro alrededor se llenaba de valijas, bolsos, canastos. El sillón
plegadizo de la tía, el colchón de la perrita de mi prima, el frasco de pesto
que había que vigilar porque la tapa nunca cerraba bien.
Mi
papá protestaba por la cantidad de bultos: “seguro que no van a usar ni la
mitad de lo que traen”. Tío Mario acomodaba cuidadosamente el mediomundo y las
cañas de pescar entre dos valijas.
Nos
distribuíamos en varios taxis: tres o cuatro de nosotros y unas cuantas valijas
en cada carro. Cuando le tocaba subir a tía Carmen le daba risa y perdía
impulso. Había que sostenerla para evitar que
volviera a descender.
Por
fin, los cascos de los caballos comenzaban a sonar sobre la única calle
asfaltada: Francisco de las Carreras.
A
los gritos nos señalábamos alguna casa nueva, un negocio que no existía el verano
anterior. Las novedades, entonces, daban que pensar sólo en el progreso.
La
casa estaba a mitad de cuadra de la calle Azopardo: un arenal que cada verano
la municipalidad cubría con paja seca y resbaladiza para que se pudiera andar.
El taxi igual nos dejaba en la esquina. Acarreábamos los bultos hasta el portón
y después, por el camino de álamos, hasta el porche.
La
puerta y las ventanas se abrían crujiendo y a medida que entraba la luz salía
el olor húmedo del encierro. Un olor a comienzo. Ya estábamos allí y era el
primero de los días.
Habíamos
recorrido una enorme distancia: trescientos ochenta kilómetros. Toda una noche
de viaje.
Era
tan lejos, que las cartas tardaban seis días en llegar, había que esperar hasta
la tarde para recibir el diario, y en la telefónica encontrábamos siempre el
mismo cartel: HAY DEMORA. Cinco, seis, siete horas.
Estábamos
tan lejos, que sólo podíamos escuchar radios uruguayas y, en las noches claras,
también el Festival de San Remo. (Entonces yo creía que directamente desde
Italia).
Quizás
también a causa de la distancia, algunos acontecimientos sucedían exactamente
al revés que en Buenos Aires. Los cortes de luz, por ejemplo, eran un
acontecimiento, una fiesta. En cuanto anochecía jugábamos una escondida entre
todos. Valía dentro de la casa, en el jardín -hasta la cerca-, y en el patio de
atrás, pero sin saltar la medianera.
Al
cine también íbamos todos juntos. Si llovía, en vez de paraguas, usábamos la
sombrilla, que era enorme.
Nos
gustaba ir a la función de las diez y llevarnos la cena: bocadillos de
coliflor, pescadito frito, buñuelos de acelga. Racimos de uva.
Estábamos
tan lejos que si querían encontrarnos tenían que recurrir a la policía.
Recuerdo
que un verano mis primas y yo volvíamos de la playa a la hora del almuerzo y encontramos
un oficial de policía en el comedor de casa. Había venido a traer un telegrama.
Mis padres y mis tíos –apenados- contaban los días que habían pasado desde la
fecha escrita en el papel.
Le
sirvieron algo fresco al oficial y llegaron a una misma conclusión: ya había
pasado todo; también el entierro.
-“No
vale la pena regresar”, dijo mi padre.
Y
nos quedamos.
Hermosa descripción del viaje, los bártulos, la familia toda. Me trajo recuerdos de aquellas épocas, con los carros, los arenales y la paciencia que había que tener para hacer una simple llamada telefónica o recibir una carta.
ResponderEliminarNos corrían otros tiempos y otras urgencias.
Estaba tan cerca que desde la ducha escuché el anuncio de email en mi teléfono. Me envolví en una toalla y, sentada en la alfombrita, emprendí el viaje entre tus letras. Y aunque terminé toda empolvada de tanto carro y tantas escondidas, me eché perfume y partí al laburo contagiada con la risa de tu tu tía intentando tomar envión, "seguro que no usan ni la mitad de lo que trajimos". Gracias por esta mañana tierra adentro...adentro de tu alma. Bellísima!!!!!!!!!! un beso enorme, Ceci. Laura (Labella)
ResponderEliminarQue escritura que toca las fibras íntimas, cuánta ternura hay en tus palabras, diría que hasta me parece estar viéndote ahí sentada frente a un enorme ventanal llena de nostalgia y satisfacción, con el índice a punto de apretar la tecla del "enter". Gracias por compartirlo.
ResponderEliminar