con María José Eyras
publicado en Ñ el 5 de agosto de 2013
En una entrevista que concedió al New Yorker, la escritora canadiense
Alice Munro dice: “durante años y años
pensé que mis relatos sólo eran tentativas para escribir la Gran Novela , pero
descubrí que lo mío eran las narraciones breves”. La circunstancia
doméstica que la llevó a ajustar la extensión de sus escritos a la duración de
las siestas de sus hijas no le impidió convertirse en una de las más grandes
escritoras en lengua inglesa –autora de doce colecciones de cuentos y una
novela–, varias veces candidata al Nobel.
Mi vida querida, su último libro, reúne
ficciones y piezas de corte autobiográfico, al estilo de las narraciones de La vista desde Castle Rock. Frente a
esta nueva publicación, cabe preguntarse dónde radica la belleza que, a pesar
de las vicisitudes de la traducción, emana de los textos de Munro. Sin ir más lejos,
algo de la polisemia del título en inglés, “Dear
life” se pierde en la traslación a “Mi vida querida” del volumen en
español, ya que en la expresión inglesa
subyace tanto la interjección
–equivalente quizá a nuestro “madre mía”, “Dios mío” u otras por el estilo – como
una calificación amorosa de la vida y una referencia al lenguaje epistolar.
Desde el primer relato de esta colección, encontramos una
escritura diferente a la que nos habían acostumbrado los últimos libros de
Munro: menos fragmentaria, más lineal. Sin embargo, al avanzar en la lectura,
se vislumbra que en esa linealidad la escritora no abandona su habitual interés
por las búsquedas de la memoria. Al contrario, la voz que narra lo hace dando
cuenta de la diversidad de tonos que construyen una identidad a través del paso
de los años. Si antes había una escena originaria en torno a la cual giraban
los tiempos de la historia, ahora la ficción avanza apoyada en una voz
narrativa que es la misma y es otra, una
voz que se recorre en sus versiones.
Los
personajes de los cuentos de Mi vida
querida tienen en común el hecho de estar extrañados de sí: arrastrados por
las circunstancias o en busca de algo, por momentos encaminados hacia lo que
aún no saben que buscan. ¿Huyen o van? ¿Los espera una vida nueva o un
espejismo? Están perdidos, como Nancy en “A la vista del lago”; presos de una
fascinación, como Greta en “Llegar a Japón”, de la culpa, como la niña de
“Grava” o encadenados al hechizo de los
propios supuestos, como la esposa
protagonista de “Dolly”.
En “Amundsen”-el favorito de la autora, –“probablemente porque fue el que más
trabajo me dio”– , “Irse de Maverley” y “Tren”, Munro narra cómo algunas mujeres se atreven a
transgredir mandatos de su educación aunque las consecuencias las atraviesen
dolorosamente. Se trata de “historias pequeñas” en las que la desorientación,
la pérdida, pero también la oportunidad y la esperanza llegan al lector no en
las vicisitudes extraordinarias del argumento sino a través de la precisión
minuciosa con que la autora sabe iluminar los detalles.
El
índice del libro se estructura en dos partes: diez cuentos en la primera y
cuatro relatos en la segunda, titulada
“Finale”. Estos últimos –en palabras de la autora “menos que cuentos” y “pura
verdad”– son piezas en torno a episodios de su infancia que retratan el pueblo
en el que vivió de niña con sus valores y sus prejuicios. Aparecen en ellos las
obsesiones del primer encuentro con la muerte
(“El ojo”), los sentimientos encontrados hacia una hermana (“Noche”) y también el recuerdo de su madre, que cobra en estas páginas nacidas de la memoria una dimensión especial. “Mi madre –dice en la entrevista del New Yorker- sigue siendo una figura fundamental para mí, porque su vida fue tan triste e injusta, y ella tan valiente...”
(“El ojo”), los sentimientos encontrados hacia una hermana (“Noche”) y también el recuerdo de su madre, que cobra en estas páginas nacidas de la memoria una dimensión especial. “Mi madre –dice en la entrevista del New Yorker- sigue siendo una figura fundamental para mí, porque su vida fue tan triste e injusta, y ella tan valiente...”
Al
reunir por primera vez en el mismo libro ficciones que podríamos llamar “puras”
y textos de corte autobiográfico, operación sin precedentes en su obra, quizá
Munro intenta dar una señal de cierre. En todo caso, la convivencia da cuenta de los difusos límites entre los
géneros y las fuentes en la escritura. ¿Qué es imaginación y qué experiencia y
cómo se funden en el crisol de la
memoria? En “Vida querida” , el último
de los relatos de “Finale”, dice de
uno de los personajes: “Roly Grain se
llamaba, y no tiene ningún otro papel en lo que ahora escribo, a pesar de su
nombre de ogro, porque esto no es un cuento, tan solo es la vida. ”
Estas historias de quien es considerada la Chéjov canadiense parecen
demostrar que los hechos no bastan, que no significan sino en el relato del
tiempo vivido. Los recuerdos, en estas ficciones, no sólo se concentran en
hechos significativos –un episodio revelador – sino que “apilan” las distintas
versiones que de ellos guarda la memoria. Versiones múltiples de los mismos
sucesos, que a veces se desplazan y en ocasiones conviven, aún en la
contradicción. Como si en la escritura, Alice Munro quisiera conservar a cuantas
fue a lo largo de su vida, a esa diversidad de miradas en el devenir del tiempo
que es la identidad misma.
Tal vez sea esta una de las claves gracias a las que la autora
logra crear climas y unidades de sentido en unas pocas páginas; y que cada relato,
tanto si se nutre de los recuerdos de un personaje como de los
propios, recorra lo que podríamos llamar siglos psíquicos. De alguna manera, el
resultado que se presenta al lector traduce en intensidad las intenciones de
Munro en aquella entrevista citada al principio. Intención moldeada por la
vida, la de escribir la
Gran Novela , que se nos ofrece hoy, una vez más, en forma de
una original colección de cuentos.