miércoles, 24 de abril de 2013

De vez en cuando



2001

-¿Por qué no nos quedamos un ratito en doble fila a ver si sale, Moni?
Mónica y yo acabábamos de ver su recital en el teatro. Eran las doce de la noche y al fin Corrientes se despejaba.
Media hora después, la idea parecía un sinsentido.
-¿Y si vamos a comer algo?- Mi amiga flaqueaba.
-¿No habrá salido ya por otra puerta?
A las doce cincuenta hay movimiento en la vereda del Gran Rex: manos en alto, flashes; el perfil del pianista que se aleja caminando y, ahora sí, el auto oscuro que avanza hacia nosotras con él allí, del lado del acompañante.
Como siempre que ocurre algo importante respondo con el gesto más estúpido. Esta vez bajo del 147 de Mónica. ¿A qué? A decirle adiós con las dos manos en alto desde el medio de la calle. Patético.
Mónica me sacude a gritos implacables.
-¡VOLVÉ AL AUTO, CECI!! VOLVÉ QUE LO SEGUIMOS!!
¿Seguirlo?
Claro, si es lo que venimos haciendo desde los veinte. ¿O no hace más de veinte años ya que lo seguimos? ¡Más! Desde aquellos carnavales del ’70 en el Estudiantil Porteño de Ramos Mejía. ¿Y después, durante las interminables horas de cola y discusiones con los revendedores en la prehistoria de las ventas telefónicas? ¿Y aquel día entero en la plaza del Congreso? ¿Y cuando mi primer viaje Barcelona? La charla con su vecina; la decisión de tocar el timbre de su casa; la desilusión porque él no estaba. (Su empleada me dio un papel con el teléfono del estudio, llámelo, dijo. Tomé el papel, pero no podía dejar de mirar al perro –había salido con ella- el perro de él).
Mónica encendió los motores. Salté a su lado e inmediatamente comprendí cuál era mi parte en la aventura. Clavé los ojos en las luces traseras del auto oscuro. Sin embargo, ¡ay! mortales vehículos rodeaban al carro divino.
-Cuál es, Ceci, ¿cuál es? ¿Dobló a la izquierda por San Martín?
Aposté:
-No! Seguí derecho por Corrientes!
-¡Que la onda verde no se corte! - invocó mi amiga.
-¡Se nos escapa. Es muy veloz!
-Nosotras también.
La incertidumbre duró un momento hasta que, a la altura de 25 de Mayo el semáforo se encendió de un rojo, cómo explicarlo, profundo, apasionado. Comprendimos la situación con un alarido; dos, al unísono.
Ante la línea del paso de peatones había un solo auto detenido. Nadie más sobre Corrientes. ¿Habría acertado mi intuición? ¿O querría el destino que el único auto que importaba en el mundo aquella noche hubiera girado por San Martín?
-¡Por aquí, Mony! ¡Del lado del acompañante!
La velocidad del 147 era la normal de cualquier automóvil que se detiene ante un semáforo, pero el recuerdo lo guardará para siempre en cámara lenta. Nuestras espaldas se separaron de los asientos adelantándose impacientes, cada vez más cerca de ese brazo peludito de señor que descansaba sobre el borde de la ventanilla baja. Unos centímetros más aún y, al fin: los ojos de él encontrándose con los nuestros. ¡ÉL! Sonriéndonos. Como si supiera, como si nos reconociera.
Lo demás, gritos y risas:
-¡Nanoo! Hoolaa!
-¡Hola!
¡Serrat nos decía “hola” a nosotras!
Y nosotras:
-¡Moni, es él!
-¡Ceci, es él!
Sólo pude sonreír a su sonrisa y mirarlo. ¡Ahí, al lado!
Mónica, en cambio, era capaz de articular palabras con sentido:
-¡Qué cara de cansado tenés! -le dijo. Justo ella, que se había hartado de repetir que no sabría qué hacer si alguna vez llegaba a tenerlo enfrente.
-¡Gracias por salir tantas veces!- agregó. Creo que se refería a la cantidad de bises.
 Y entonces, ¡oh dioses!... él extendió su mano hacia nosotras. Moni hacia él y después yo, balbuceando como una idiota: “yo también”, “yo también”.
¿Y ahora qué?, pensé. ¿Le cuento que fui a su casa y él no estaba? Que conocí a su perro, que su vecina dice que lo aprecia tanto, que es tan buena gente. No, para qué.
Miradas y sonrisas. La vida besándonos en la boca. Y el cómplice semáforo, quietito ahí, como si fuera eterno.
-¡Cuánto dura éste rojo, qué maravilla! – le dije a Moni por lo bajo.
Y ella, una vez más, a él:
-¿Ves cuánto dura este semáforo, Nano? Lo programamos nosotras, especialmente.
Más risas.
Hasta que llegó el verde.
Las manos se dijeron adiós, y el auto oscuro partió.

Nosotras demoramos todavía unos segundos: para andarlo de puntillas y no romper el hechizo.

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