2001
-¿Por qué no nos quedamos un
ratito en doble fila a ver si sale, Moni?
Mónica y yo acabábamos de ver
su recital en el teatro. Eran las doce de la noche y al fin Corrientes se
despejaba.
-¿Y si vamos a comer algo?- Mi
amiga flaqueaba.
-¿No habrá salido ya por otra
puerta?
A las doce cincuenta hay movimiento
en la vereda del Gran Rex: manos en alto, flashes; el perfil del pianista que
se aleja caminando y, ahora sí, el auto oscuro que avanza hacia nosotras con él
allí, del lado del acompañante.
Como siempre que ocurre algo
importante respondo con el gesto más estúpido. Esta vez bajo del 147 de Mónica.
¿A qué? A decirle adiós con las dos manos en alto desde el medio de la calle.
Patético.
Mónica me sacude a gritos
implacables.
-¡VOLVÉ AL AUTO, CECI!! VOLVÉ
QUE LO SEGUIMOS!!
¿Seguirlo?
Claro, si es lo que venimos
haciendo desde los veinte. ¿O no hace más de veinte años ya que lo seguimos?
¡Más! Desde aquellos carnavales del ’70 en el Estudiantil Porteño de Ramos
Mejía. ¿Y después, durante las interminables horas de cola y discusiones con
los revendedores en la prehistoria de las ventas telefónicas? ¿Y aquel día
entero en la plaza del Congreso? ¿Y cuando mi primer viaje Barcelona? La charla
con su vecina; la decisión de tocar el timbre de su casa; la desilusión porque
él no estaba. (Su empleada me dio un papel con el teléfono del estudio,
llámelo, dijo. Tomé el papel, pero no podía dejar de mirar al perro –había
salido con ella- el perro de él).
Mónica encendió los motores.
Salté a su lado e inmediatamente comprendí cuál era mi parte en la aventura.
Clavé los ojos en las luces traseras del auto oscuro. Sin embargo, ¡ay!
mortales vehículos rodeaban al carro divino.
-Cuál es, Ceci, ¿cuál es?
¿Dobló a la izquierda por San Martín?
Aposté:
-No! Seguí derecho por
Corrientes!
-¡Que la onda verde no se
corte! - invocó mi amiga.
-¡Se nos escapa. Es muy veloz!
-Nosotras también.
La incertidumbre duró un
momento hasta que, a la altura de 25 de Mayo el semáforo se encendió de un
rojo, cómo explicarlo, profundo, apasionado. Comprendimos la situación con un
alarido; dos, al unísono.
Ante la línea del paso de
peatones había un solo auto detenido. Nadie más sobre Corrientes. ¿Habría
acertado mi intuición? ¿O querría el destino que el único auto que importaba en
el mundo aquella noche hubiera girado por San Martín?
-¡Por aquí, Mony! ¡Del lado del
acompañante!
La velocidad del 147 era la
normal de cualquier automóvil que se detiene ante un semáforo, pero el recuerdo
lo guardará para siempre en cámara lenta. Nuestras espaldas se separaron de los
asientos adelantándose impacientes, cada vez más cerca de ese brazo peludito de
señor que descansaba sobre el borde de la ventanilla baja. Unos centímetros más
aún y, al fin: los ojos de él encontrándose con los nuestros. ¡ÉL! Sonriéndonos.
Como si supiera, como si nos reconociera.
Lo demás, gritos y risas:
-¡Nanoo! Hoolaa!
-¡Hola!
¡Serrat nos decía “hola” a
nosotras!
Y nosotras:
-¡Moni, es él!
-¡Ceci, es él!
Sólo pude sonreír a su sonrisa
y mirarlo. ¡Ahí, al lado!
Mónica, en cambio, era capaz de
articular palabras con sentido:
-¡Qué cara de cansado tenés!
-le dijo. Justo ella, que se había hartado de repetir que no sabría qué hacer
si alguna vez llegaba a tenerlo enfrente.
-¡Gracias por salir tantas
veces!- agregó. Creo que se refería a la cantidad de bises.
Y entonces, ¡oh dioses!... él extendió su mano
hacia nosotras. Moni hacia él y después yo, balbuceando como una idiota: “yo
también”, “yo también”.
¿Y ahora qué?, pensé. ¿Le
cuento que fui a su casa y él no estaba? Que conocí a su perro, que su vecina
dice que lo aprecia tanto, que es tan buena gente. No, para qué.
Miradas y sonrisas. La vida
besándonos en la boca. Y el cómplice semáforo, quietito ahí, como si fuera
eterno.
-¡Cuánto dura éste rojo, qué
maravilla! – le dije a Moni por lo bajo.
Y ella, una vez más, a él:
-¿Ves cuánto dura este
semáforo, Nano? Lo programamos nosotras, especialmente.
Más risas.
Hasta que llegó el verde.
Las manos se dijeron adiós, y
el auto oscuro partió.
Nosotras demoramos todavía unos
segundos: para andarlo de puntillas y no romper el hechizo.
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