2012
La luz es la de una
tarde de verano. La calle Paraguay ya tiene asfalto. Al frente de la casa hay
un muro bajo descascarado; lo interrumpe una pequeña puerta de alambre
artístico siempre abierta sobre el camino que lleva hacia la casa. Del lado
izquierdo del camino hay un jardín de gramilla mal cortada y un jazmín del
Paraguay florecido en dos colores.
Junto al jazmín, mi
abuelo canturrea por soleá en su
silla baja. Más cerca de la puerta de la casa, en el sillón de caña está
mi abuela. Tiene puesto un batoncito de piqué, el pelo húmedo aún, perfume de
colonia y vestigios de talco en los pies con sandalias. Mira hacia la calle. Achica
tanto los ojos que añade dos ramilletes de arrugas a las innumerables que ya
surcan su cara. De pronto, eleva la espalda, apoya las manos en el sillón y
afirma los pies como si estuviera a punto de pararse. Sonríe.
De derecha a
izquierda por el centro de la calle, la camioneta Ford de mi tío Carlos
disminuye la velocidad. Trae las ventanillas bajas. Un poco echado sobre el
volante, mi tío levanta el brazo izquierdo, sonríe y grita: “¡chau, vieja!” Aumenta la velocidad. Y
pasa.
Mi abuela regresa
hacia el respaldo del sillón y, sonriente aún, dice bajito: “Ahí va mi Ca(r)los”.
[1]
Ahhhhhhh, por eso andabas queriendo tanto escuchar hablar a una andaluza...
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